FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

Oiga

Oiga
BAZAN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

martes, 31 de agosto de 2010



Introducción
Como señalan quienes lo conocieron —y varios de esos testimonios los hallará el lector en este volumen— Francisco Igartua fue un espíritu que sorprendió a amigos y enemigos por la lucidez —a veces cercana a la premonición— de su visión política, por su impecable conducta moral —que en él tuvo como consecuencia manifiesta el compromiso cívico— y por su pasión por el arte del periodismo. Nada de lo anterior impidió que fuera también un hombre elegante, un gourmet y, cosa rara hoy en el periodismo, un apasionado lector. Un hombre que amaba el buen vivir y la buena amistad y, por qué no, una buena pelea en nombre de sus ideales, de su compromiso con sus lectores. Fue asimismo un cálido conversador que de manera natural llevaba a que uno rápidamente pasara de llamarlo Francisco al más familiar uso de Paco.

Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca
En las páginas que siguen el lector tendrá oportunidad de acceder directamente a una muestra —fatalmente parcial, como toda selección— de la obra de Paco Igartua y al recuerdo que de él tienen algunos de sus colaboradores y amigos. Los ensayos de Igartua sobre el periodismo, entendido “como arte y como oficio” (al decir de su maestro Federico More), jamás como profesión burocrática o comercio vil, son manifiestos de validez permanente, material de enseñanza imprescindible en cualquier moderna facultad de comunicaciones. De su posición política y su lectura de la historia nacional dan cuenta los escritos reunidos en la sección siguiente, que muestran a un caballero de la vieja escuela, un seguidor del demócrata Bustamante y un defensor de las reivindicaciones de los más débiles. Lo extraño, lo asombroso, es que, como verá el lector, Igartua acierta, se equivoca, se corrige y asume las consecuencias, pero una y otra vez —al retorno de la cárcel, de los destierros, de las clausuras de OIGA— vuelve siempre con la nítida voluntad de construir una nación y de eludir, como a Escila y Caribdis, los extremismos preconizados por sus enemigos, aquellos que falsamente lo acusaron de comunista y de fascista. Igartua, cosa excepcional en la política, jamás se resignó al uso de la demagogia.
Para este periodista cuya prosa era una invitación a un diálogo, si bien apasionado, inteligente, la conversación era una práctica natural y centrada; aquí presentamos tres entrevistas elocuentes. Sus interlocutores más próximos lo retratan en vida o lo recuerdan luego de su muerte en otra sección, y siendo OIGA la obra mayor de Paco Igartua hemos recogido opiniones, testimonios y textos varios —como la dramática carta, lo último que escribió, que le dirige Arguedas justo antes del fin— vinculados a esta revista que ya hace mucho pertenece a la historia del periodismo peruano.
Cuatro anexos ofrecemos como complemento acaso necesario y por cierto pertinente: el ensayo sobre la naturaleza del quehacer periodístico de Federico More, mentor de Paco; el rescate de los números de la primera etapa de OIGA (1948), por primera vez publicados en versión facsimilar; una muestra de las columnas publicadas por Igartua luego de que OIGA le fuera arrebatada inicuamente; y el célebre informe sobre el Plan Verde, joya del periodismo de investigación, que haría de Francisco Igartua uno de los enemigos más peligrosos y temidos del régimen de entonces.

Francisco Igartua, el periodista
Discípulo dilecto de Federico More, Paco se formó como periodista en la doble convicción de que este oficio es un género literario y su ejercicio supone una posición privilegiada del ciudadano que ama y protege su “polis”. Porque la política, desde Aristóteles y aun antes, no es más que la dimensión social de la persona ética. Esta visión del periodismo exige una libertad irrestricta. Por eso Paco abomina de la colegiatura, por eso se separa del proceso velasquista, por eso fue ejemplo viviente —demasiado incómodo para algunos— de que para publicar un diario o una revista se precisa un coraje viril.
No menos importante es su interés profesional en la elaboración del producto a ofrecer. Paco nos habla en sus textos de formatos, tamaños, uso de fotografías, principios de diseño gráfico, tipografía y otros elementos vitales para la producción de un medio escrito. Este cuidado profesional nunca rebajó la labor de Paco a la de un mercader de entretenimiento o un artífice de complacencias. Y no lo amedrentó el surgimiento de la tecnología digital. Previó, con justicia, que la rapidez y la variedad de la información devolvería al lector al espacio mental propicio para las revistas semanales, su manera pausada de ponderar la noticia y los artículos de profundidad, escritos con pretensiones literarias, es decir, un periodismo destinado a la biblioteca y no al desecho inmediato. Hoy, en pleno imperio de la informática, vemos el cumplimiento de esta previsión, por ejemplo, en el éxito de las crónicas y perfiles de Jon Lee Anderson en The New Yorker.
Dirigir un semanario es fungir de capitán de un navío cuya tripulación, aunque consciente de los riesgos del viaje, debe ser protegida. Paco, en ese sentido, fue un ejemplo de responsabilidad empresarial; ante la inminencia del destierro o del cierre forzado, este hombre que se jactaba de ser mal administrador jamás abandonó a sus empleados y veló por que fuesen tratados con justicia y recibieran las compensaciones que les correspondían. En retribución, sus trabajadores le profesaron una lealtad que llegó a hacer de OIGA una cofradía del periodismo. Un día de 1995, luego de pagarles la indemnización debida, el periodista empresario se encontraba en su oficina y se preguntaba con angustia cómo podría subvencionar las liquidaciones en caso de que lo acusen de despedir a sus trabajadores. De pronto lo sacó de sus cavilaciones un golpe en la puerta y apareció un empleado con su carta de renuncia. Luego llegó otro y otro y otro. Setenta empleados entregaron por iniciativa propia setenta renuncias.

Francisco Igartua, el Quijote de Unamuno
Paco, que fue peruanísimo, fue también un buen vasco y un hijo de España. Figuras simbólicas como la de Don Quijote y la del Cid Ruy Díaz de Vivar rondarán su destino. Estudiante de teología y luego de derecho en la Universidad Católica, rápidamente Paco se une a jóvenes intelectuales como Blanca Varela y Fernando de Szyszlo con quienes comparte inquietudes, pero no será hasta su ingreso al semanario Jornada cuando le será revelada su vocación. El trabajo con Federico More será decisivo en su formación como periodista y en la voluntad de tener voz en la política nacional.
Más tarde, con Doris Gibson, fundará OIGA, conocerá la cárcel y reincidirá con la fundación de Caretas para finalmente volver a lanzar OIGA en 1962 y que a través de dictaduras y regímenes más o menos democráticos sobrevivirá a cierres tiránicos hasta 1995, año de su cierre definitivo por la dictadura fujimorista. Nada, sin embargo, hará callar al ya viejo columnista y, recibido con hospitalidad por Correo y Expreso, seguirá haciéndose escuchar en su columna “Canta Claro”, durante una etapa final de su vida que Carlos Sotomayor ha llamado con acierto “Oiga después de Oiga”.
Muchos se han preguntado a qué tienda política pertenecía Paco Igartua. Antes que nada se consideró un discípulo de don José Luis Bustamante y Rivero, pero cuando las circunstancias internacionales llevaron a que el mundo tomara partido por una u otra potencia durante la Guerra Fría esa definición parecía insuficiente. Con humor pero también con firme claridad, él mismo recordaba una anécdota familiar: sus primos y él debatían una vez cuál era la posición más justa, la derecha o la izquierda; consultado sobre el tema de la disputa, el tío más viejo y respetado del clan respondió, como Jesús, con una parábola: “Con la mano derecha trabajo, pero trabajo mejor con las dos manos”. Paco apoyó al general Velasco en la nacionalización del petróleo, lo cual era parte de la agenda generacional compartida, entonces, por todas las tendencias, y cabe recordar que incluso Acción Popular le retiró su apoyo al presidente Belaunde por su mal manejo del tema. Paco combatió al general Velasco cuando este confiscó la prensa. ¿Era el director de OIGA un izquierdista que se volvió de derecha cuando su propia gente estaba en el poder? Absurdo. Simplemente —incomprensiblemente, para muchos— era un hombre honesto. Y no le faltaron riñones para oponerse a los delirios de sus propios amigos cuando fue necesario.
Paco repudió el dogmatismo infantil y asesino de la extrema izquierda. (Cabe sospechar que esa opción no sólo le resultó repugnante a su ideología demócrata, a su fe en las instituciones y a su respeto por la vida humana, sino también a su buen gusto.) Paco repudió las mezquinas ambiciones de la oligarquía civilista y sus herederos. (Ya don José de la Riva Agüero había deplorado que en el Perú no hubiese derecha, sólo había fenicios.) Paco repudió, naturalmente, la mediocre voluntad acomodaticia de los que, como en la canción de Los Prisioneros, nunca quedan mal con nadie.
Advirtió la necesidad urgente de hacer en democracia las transformaciones sociales que el general Velasco realizó en su gobierno de facto. Advirtió a los ingenuos voluntarios —¡qué pesado este Igartua, ave de mal agüero!— el desastre al que había de llevarnos la demagogia aprista que triunfó en 1985. Advirtió el miserable despotismo —nada ilustrado— que impusieron los violadores de la Constitución un negro 5 de abril. Sería un facilismo pesimista comparar aquí a Paco Igartua con Casandra, la princesa troyana condenada a ver las catástrofes del futuro y a no ser oída por quienes serían sus víctimas. Por el contrario, consideramos que la palabra apasionada y elegante de Paco no fue voz que predica en el desierto. En la vida social como en la privada —y esto lo entendió cabalmente el psicoanálisis— verbalizar algo es en sí mismo un acto valioso por sí mismo, necesario, testimonio y luz para la historia del presente y la posible nación del futuro.
Pensador de horizontes amplios, se interesó en la historia latinoamericana y entendió, como Octavio Paz en El laberinto de la soledad, que Perú y Bolivia eran por naturaleza y tradición una unidad nacional, escindida por el resentimiento de Bolívar, y que la derrota de la Confederación fue un claro triunfo para Chile. De acuerdo con esta lectura, Ramón Castilla le hizo un flaco favor a la nación cuando, ayudado por el gobierno chileno, destruyó el sueño de unir los Andes y la Costa. El intelectual aséptico no existe, de allí que las preferencias literarias de Paco lo hayan llevado al extremo (por una vez) de agarrarse a puñetazos con Sebastián Salazar Bondy, luego uno de sus más entrañables amigos y colaboradores. La ya mencionada carta de despedida de José María Arguedas es otra prueba de esa fraternidad con el mundo de los artistas, así como su amistad con Fernando de Szyszlo, con Alfredo Bryce Echenique, con Blanca Varela… Los ejemplos de este tipo podrían continuar sin fin.
Hemos dicho que Paco se hizo conocer como un buen vasco y un buen lector. Acaso por ambas vocaciones don Miguel de Unamuno se convirtió en su ideal literario, ético y filosófico —¿cuántos periodistas tienen hoy un ideal filosófico, ya sea en el Perú o en el extranjero?—, tal como Bustamante y Rivero lo fue en lo político. Buenas muestras de esto son los sendos ensayos dedicados a ambos personajes que recogemos en este libro.
Como a Cervantes, a Paco le tocó la amargura de ser testigo de una falsa versión de su obra: así como, luego de la primera parte publicada en 1605, apareció el Quijote apócrifo de Avellaneda, los enemigos de Paco lanzaron un OIGA igualmente apócrifo que desató la indignación de su creador y como testimonio de ello publicó la carta que aquí reeditamos. A Paco le gustaba recordar la idea de Unamuno de que los procesos son círculos que en algún momento deben cerrarse de modo definitivo. Para tranquilidad de Paco y de quienes construyeron y mantuvieron viva su revista, hoy podemos asegurar que, en su memoria y como propietarios legítimos del logotipo, cerramos aquí otro circulo más en la azarosa historia de oiga y de su fundador.
Como en el Caballero de la Triste Figura, podríamos ver en la voluntad de Paco por defender la sensatez y la honestidad en la política un fracaso honroso, una inútil lucha contra molinos de viento. Es cierto que la suya fue una pasión quijotesca. Pero sería injusto proponer su imagen como la de un romántico perdido en un mundo que no comprendió. Paco fue, a su manera, un campeador, un hombre de acción y reflexión que participó directamente, por más de medio siglo, en la historia nacional, para desesperación de tiranos y demagogos, y allí reconocemos la figura triunfante del Cid. Y como la imagen del Cid a través de la historia hispana, las páginas que este volumen ofrece son una presencia viva y significante, pensamiento actual, una interpelación cuando no un cordial aviso, memoria de otras voces y voz de la memoria, y esperamos que así las reciban los lectores.