FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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Oiga

Oiga
BAZAN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

lunes, 19 de noviembre de 2012



EL GÉNERO REVISTERIL EN EL PERÚ
Por Francisco Igartua

               Me corresponde en este ciclo de conferencias organizado por la Universidad de Lima tratar el tema de la revista como género periodístico. Y la verdad es que me complace el encargo.  Se trata de una agradable encomienda que me obliga a darle las gracias a quien ha tenido la idea de colocarme en este aprieto, porque me ha forzado a repasar ordenadamente los recuerdos de mis andanzas periodísticas, que no son cortas y que –desde mi ventana, claro está- se ven mucho más fecundas de lo que sospechaba al iniciar esta visión retrospectiva de mi vida de periodista, de fundador y orientador de revistas, de mi actividad como ciudadano y ser humano; ya que en mi vida no he hecho otra cosa que ejercer este apasionado y apasionante oficio que es el periodismo.  Acababa de ingresar a la mocedad cuando me inicié en él y durante estos muchos años he sido fundamentalmente revistero. Mi experiencia en diarios ha sido tan fugaz que casi no la recuerdo. Podría decir que no he conocido otra sala de redacción que la de la revista.

            Jornada, periódico en el que di mis primeros pasos cuando acababa de fundarlo Miguel Benavides, más que diario era un semanario que aparecía todos los días.  El estilo de Jornada, su manera de tratar los temas –el editorial estaba por encima de cualquier información- y hasta su diagramación, no era de diario.  Su periodicidad en esos años –más tarde se hizo bisemanario- fue producto de las necesidades de la candidatura del Doctor José Luis Bustamante y  Rivero, candidatura que no había logrado contar con el apoyo de ninguno de los diarios de la época.  Mi paso, más tarde, por La Prensa –la de Pancho Graña y Guillermo Hoyos Osores- fue muy breve.  Tanto  que se me confunde en la memoria. 

            Luego he llevado vida enteramente de revistero. Primero al frente de Caretas y después de oiga.  Aunque para ser absolutamente fiel a la cronología, tendré que aclarar que oiga la fundé antes que Caretas, en 1948.  Odría acababa de asaltar el poder y le había hecho exclamar a Martín Adán, en el Jirón de la Unión: “¡Hemos vuelto a la normalidad!”.  La normalidad peruana –que ojalá nunca vuelva- era la arbitrariedad del poder, por un lado, y la prisión y el exilio para los críticos, por el otro.  Esa fundación de oiga se tradujo, pues, en inmediata clausura del semanario o panfleto, que eso era aquel oiga del 48, y mi correspondiente prisión en “El Buque” de la avenida España, una cárcel que posiblemente funcione hasta hoy y que en esos años estaba repleta de apristas, consecuencia de la fallida rebelión marinera del 3 de octubre en el Callao.

A mí me colocaron en la celda de castigo, con los presos comunes, porque con refinada maldad el jefe de la Policía, Moisés Mier y Terán, advirtió que yo no era amigo del Apra. Los horrores de los que fui testigo en esa celda son para dar náusea.  Fue una experiencia pavorosa de una realidad que, para vergüenza del Perú, no ha variado hasta estos días…

            Estamos hablando, sin embargo, no de cárceles sino de periodismo, de mis experiencias como hombre de revista, pero así es, o era, nuestro país.

            Hace pocos años, durante mi segundo destierro, en México, tuve la dirección del suplemento de un diario, “El Sol de México”;  era el Suplemento Cultural, o sea, una revista que venía injertada una vez a la semana en el periódico.

            Todo lo que conozco de periodismo está vinculado al género revisteril.  Soy revistero al cien por ciento.  Y de mis experiencias como tal voy a hablarles esta noche.

Un asunto de ritmo
            ¿En qué se diferencia una revista de un diario, de ese otro exponente de los medios gráficos?

            Se dirá que en la presentación, en el formato, en el tratamiento de los temas, etc. Y sin duda hay diferencias entre el diario y la revista en todos estos elementos que componen un periódico. Sin embargo, más que en la presentación –que es muy distinta en una y otra-, más que en el estilo de tratar los temas, la mayor diferencia está en el ritmo de cada uno de estos géneros de prensa.  El ritmo del diario es velocísimo.  La rapidez es una de sus principales virtudes.  Llevar la noticia al público antes que nadie, dar la primicia, es el supremo triunfo del diario. Estamos hablando, claro está, del diarismo tal cual es entendido hasta hoy entre nosotros.  Más adelante trataremos de exponer algunas ideas sobre el periodismo del futuro; del futuro cercano porque al periodismo le es imposible escapar a la actualidad.

            Mientras tanto –por ahora- los hechos, las noticias y los comentarios pasan en los diarios como esas figuras del cine acelerado.  La actualidad, tirana de todo periodismo, es implacable y feroz en ellos: lo que hoy es noticia de primera página puede perder todo interés al día siguiente o, peor aún, esa misma noticia es posible que se reduzca a una compuesta en el curso de las horas de ese mismo día y ya no valga siquiera un comentario en la siguiente página editorial.  Todo porque la diosa actualidad ha tenido la veleidad de ofrecernos al atardecer una noticia mayor o más truculenta que la del mediodía.  El diario es castillo de naipes o de arena.  Tiene la rapidez y la magia del teletipo y la radiofoto.  Es vital, es palpitante, posee el misterioso atractivo de la violación del secreto y la emoción de ver satisfecha la curiosidad.  Tiene la angustia de lo que llega y ya se fue y la alegría de una cierta irresponsabilidad, producto del vértigo noticioso.

            El periodismo en la revista es distinto.  Está hecho a otro ritmo.  Es más sosegado, más reposado.  Sus crónicas tienen tiempo para ser pensadas y para rectificar primeros arrebatos.  Sus comentarios no poseen, por lo general, la vivacidad, el calor de la escritura que acompaña a los acontecimientos, pero no corren el riesgo de la improvisación; mejor dicho, no deberían correr ese riesgo, porque sería caer en falla imperdonable en un revistero. Aunque ocurre. Y demasiado a menudo en estos tiempos.

            El tributo a la diosa actualidad no es, en la revista, una exigencia tan violenta como en el diario.  Queda en ella más campo para la reflexión que para el impacto de la noticia.  Sus primicias no son las mismas o, para decirlo con más precisión, no tienen la misma inmediatez ni igual tratamiento que las de un diario.  Una noticia que cubra el ancho de la primera página de un periódico puede ser, a la semana, la primicia central de una revista.  Todo dependerá de cuánta información adicional pueda obtener el revistero, de la calidad de las fotos que logre y de la profundidad y presentación que le dará a la crónica o al comentario.

            Al hablar de la revista hablamos del semanario, de la publicación que está en contacto con los lectores cada semana; ya que las publicaciones con periodicidad mayor dejan el campo del periodismo para ingresar –cuando están bien escritas y tocan temas de interés- al campo de la literatura, del ensayo y –cuando cubren asuntos específicos- a lo que se quiere llamar “periodismo especializado”. Pero ni uno ni otro es periodismo en el estricto sentido del término; porque, por la distancia entre una y otra edición y por las cuestiones que tocan, poco tienen que ver estas publicaciones con la actualidad, con el acontecer de la hora, con la palpitante novedad que se comenta en casas y calles de la ciudad.  Que eso es el periodismo.

            No hay periodista sin contacto con la noticia.  Por ello el periodismo por antonomasia es el periodismo de diario, la revista es algo así como la repetición de una película en cámara lenta, para que las noticias puedan gustarse más, para corregir defectos de la prisa y suavizar arrebatos del instante; pero no una repetición tan lenta que desaparezca el film para trasformarse en una cadena de cuadros independientes.  De ser así, vuelvo a repetir, se pasa del periodismo a la literatura –cuando hay literatura en el texto- o a la bobada, cuando lo que se realiza es una “revista” de esas que “entretienen” hoy igual que tres semanas atrás o adelante.  El periodismo es una visión global de la actualidad, donde los acontecimientos no dejan de tener un cierto hilván: recoger el plural acontecer público del día, en el diario, y el de la semana, en la revista.  Los periodistas son testimoniadores de lo que ocurre a su alrededor; y con los años terminan siendo testimonio vivo de su tiempo.  Mucho de lo que han escrito pasa a ser material de trabajo para la historia, sobre todo lo escrito en revistas, porque es obra más reposada y porque las revistas, y no los diarios, son los que se coleccionan con facilidad. En infinidad de casas, lo habrán visto muchos de ustedes, la colección de una revista es el centro de la biblioteca.

Pero revista no es igual que semanario

            Al decir que al hablar de la revista hablamos del semanario, he tenido el propósito de establecer que el periodismo no puede tener una periodicidad mayor que la semanal.  Sin embargo, hay diferencia entre revista y semanario.

            Por revista entendemos lo que en algunos países se llama magacín. O sea un periódico semanal, de formato pequeño, con papel couché –por lo menos en la portada-, presentación a todo color y visión global de la semana, con preocupación por todos los temas, desde los más serios a los más frívolos.  Esto es lo que se conoce y aprecia popularmente como “revista”.  Pero también existe la publicación semanal de análisis.  Más sobria en su presentación que la anterior y con poco o ningún interés por los aspectos frívolos de la vida.  Y esta también es revista.  En términos internacionales podríamos visualizar la diferencia con Interviú y Cambio, con París Match y L`Express,  con Gente y L`Europeo, con varias de las revistas ilustradas alemanas y Spiegel.  No se trata de una diferenciación en extremo rígida, porque más de una de las revistas catalogadas como serias hacen concesiones a la frivolidad y algunas de las miradas como alegres no dejan de ser muy serias en buena parte de su contenido.  Lo que no se da es el híbrido total.  A excepción de Interviú, de Barcelona, que es producto del tremendo desconcierto periodístico-moral dejado por Franco en España.  Allí se dan la mano sesudos artículos de política con señoras en cueros y señores en lo mismo.  Algo así como un Play Boy de sal muy gruesa, sólo apto para paladares recién salidos de una dictadura ultramontana.

El gran panfletario: More

            Semanario, tal como se entiende en nuestro medio, es otra cosa. No sólo es un periódico mayor que la revista y que no emplea papel fino ni impresión policroma, sino que se diferencia de ella, principalmente, en el tono; el semanario en este país es casi sinónimo de panfleto. Grandes panfletarios fueron periodistas del siglo pasado –la mayoría, redactores de publicaciones no diarias-; y el más fulgurante de los periodistas peruanos, el más agudo y mordaz de los analistas de la política nacional, el periodista peruano de pluma más galana a la vez que más punzante, el más brillante de nuestros hombres de prensa, don Federico More, fue periodista de semanario y tremebundo panfletario. Semanarios  fueron El Hombre de la Calle y Cascabel,  las dos publicaciones más conocidas del autor de Zoocracia y Canibalismo;  y eran panfletos.  More, que tenía alma de literato, empleó el panfleto como género literario y le dio brillo desusado en nuestro medio; aunque algunas veces su temperamento desbordante lo hiciera resbalar en el libelo, como él mismo confiesa en unas memorias que apenas inició y cuyos originales están en mi poder (hace un tiempo publicadas en el libro Andanzas).  Los últimos reductos periodísticos de don Federico More fueron, sin embargo, una revista y un diario. More acabó su turbulenta existencia en Caretas, a mi lado, y en El Comercio, al lado de don Luis Miró Quesada, ilustre patriarca del periodismo a quien More había combatido durante años, con la rudeza del panfletario, y a quien se acercó al final de su vida con afecto y con reconocimiento a sus cualidades profesionales y a su entereza moral.

            Panfletarios, aunque muy distantes de la pluma de don Federico More, han sido y son la mayoría de los directores de los semanarios que aparecieron en Lima a fines de los años setenta y de los que hasta hoy (1995) se publican.  Sin embargo, hay excepciones.  No todos podrían calificarse de panfletarios.  Entre ellos el oiga de formato grande de unos años atrás.  Este fue un experimento que nada tiene que ver con las primeras ediciones de oiga de 1948, absolutamente panfletarias.  Se trató de un experimento que he repetido varias veces.  En 1962, por ejemplo, inicié con formato grande la segunda etapa de oiga.  En aquel entonces seguí un poco la línea de los semanarios europeos de análisis, que estaban allá de moda en esos años, pero dándole un aspecto de revista en el contenido y en la profusión de fotos.  La principal razón de aquel experimento en formato grande fue económica.  Un periódico de este tipo, en aquella época, era relativamente fácil de lanzar con muy escaso capital y también fácil de que se sostuviera con la sola venta al público (hoy esto es imposible por la presión tributaria existente).  En este tipo de semanario se emplea poco papel en cada ejemplar; basta un equipo de redacción muy reducido; no hay policromía ni couché; y grandes y llamativos titulares pueden atraer con facilidad al público.  El problema que se presenta es el del precio: debe ser suficientemente alto para reemplazar los inexistentes ingresos de avisaje y suficientemente bajo para que el gran público pueda acceder a él y lo prefiera a un diario.

            Este género periodístico proliferó en Lima con gran éxito a fines de los años setenta por una razón muy sencilla: la captura y “socialización” de los diarios, en 1974, uniformó de tal modo la noticia en la prensa matutina y vespertina; hizo tan insulso el periodismo; aburrió tanto al público con sus boletines oficiales –siempre iguales, lógicamente, en todos los diarios-, que el problema del alto precio del semanario no fue tomado en cuenta por una clase media aún no pauperizada y que deseaba que fuentes imparciales les informaran sobre lo que ocurría en el país y en el mundo.  El resultado fue la clausura de los periódicos y el exilio para sus periodistas. Pero cuando se inicia en la segunda etapa militar una cierta apertura liberal, hasta los lectores populares se lanzan entusiastas en pos de los semanarios,  ávidos de informarse sobre lo que en realidad sucede y deseosos de sopesar las opiniones de los periodistas y ciudadanos independientes.

            El boom de los semanarios no duró, sin embargo, mucho tiempo. Al retornar los diarios a su antiguo cauce -gracias a la democracia votada por el pueblo- y al reabrirse el pluralismo informativo y crítico en el diarismo, así como la competencia por la noticia y el afán de opinar con justeza y libertad, quedó sellada la suerte de la mayoría de los semanarios. No podían éstos colocarse en un precio de competencia con los diarios ni estaban montados para ofrecer el novedoso periodismo de análisis, de crónica comentada, que cierto público podría estar esperando de ese género periodístico. 

            Al cumplir con su deber de restaurar en los diarios a sus legítimos propietarios, el régimen democrático infligió a la vez, sin querer e ignorándolo por completo, un golpe de muerte a la prensa semanal, a los semanarios me refiero.

Habrá cambios obligados

            Sin embargo, a mi regreso del destierro, en 1978, tenía yo propósitos muy especiales con el experimento del nuevo oiga de formato grande.  Abrigaba una esperanza: sembrar la semilla de un periodismo con cara al futuro.  Pero fracasé en la empresa. Ni siquiera puedo decir que me quedé a mitad de camino.  Apenas di unos pasos en el sentido ambicionado por mi persona. 

            Y no acerté, entre otras cosas, por algo muy simple: porque no pude disponer del capital que la empresa requería -habría tenido que perder el control de ella- y porque el experimento mismo no estuvo en capacidad de acumular suficiente ahorro para ir formando el cuantioso capital que se necesitaba.

La idea es ésta

            Con la aparición y el desarrollo de la televisión, la noticia llega al público de inmediato, muchas veces en vivo y en directo desde el mismo lugar del suceso.  La narración va casi siempre acompañada  de la imagen en movimiento.  Es como si el público pudiera presenciar lo que ocurre en el país y el mundo desde un teatro, un teatro portátil que nos acompaña por todas partes y que uno puede o podrá llevar en el maletín o en el bolsillo.

            De este modo ha cambiado, está cambiando o cambiará de manera radical, la noción que aún tenemos del periodismo, sobre todo del tratamiento de la noticia en la prensa.  Y ya mucho han cambiado, sin duda alguna, las nociones sobre periodismo que les expuse con tanto entusiasmo al comienzo de esta charla.  Pero no creamos que el periodismo escrito va a desaparecer, que estemos preparándonos para enterrarlo. No. Las cosas de la vida -como la vida misma- no se esfuman, se transforman. Y eso ocurrirá con el periodismo, con los medios gráficos de expresión.

            Con la televisión, la noticia, la primicia, ha dejado de ser exclusiva de los diarios. El tiempo que tarda una rotativa en imprimir una edición extraordinaria, frente a la transmisión en directo de la televisión, nos lleva a comparar la velocidad de un coche de caballos con la de un auto de carrera.  Sin duda alguna, el periodismo escrito e impreso cada día podrá competir menos, en el terreno de la noticia, con el moderno demonio de la pantalla chica.  Porque recién ahora, con la televisión, es que se ha concretado el reto al periodismo escrito que comenzó a vislumbrarse cuando apareció la radio.
            Sin embargo, la magia, el embriagante atractivo de la letra de molde, no va a desaparecer por obra de las palabras radiales –que se las lleva el viento- o de la imagen, que no nos permite concentrar nuestra atención en el significado del discurso.  La  palabra volandera jamás nos dará la seguridad de la letra escrita, de ese texto que podemos releer por placer o para confirmar o rectificar lo que no estuvimos seguros de entender.  Nunca podrán, la imagen y el relato hablado, reemplazar el vigor, la precisión, la intimidad y el encanto de la reflexión escrita, del relato o el testimonio que cada uno puede repasar a voluntad, fijando la atención en lo que a uno más le place o le interesa.

            El periodismo escrito, empero, estará obligado con el tiempo a concentrarse  en el comentario de la noticia, en la crónica orientadora de lo ocurrido.  En los grandes reportajes, documentados e ilustrados.  Y este es, como hemos visto, campo propicio para la revista y el semanario.  Lo que no significa que ha de desaparecer el diario, sino que tendrá que cambiar: los diarios del futuro, se nos ocurre, se preocuparán  más en ofrecer servicios que de dar primicias, noticias; que les importará muchísimo la crónica de análisis; y que sus páginas editoriales recobrarán la preeminencia de otros tiempos, de aquellos años no perturbados por los telégrafos, el teléfono, los teletipos y las computadoras.  Disminuirá, eso sí,  su número y aumentarán considerablemente sus páginas.  En cada ciudad bastarán dos o tres grandes diarios, pero tendrán que tener excelentes servicios: o sea, serán diarios con alto costo de papel.  (Es lo que estamos viendo en el remozado El Comercio).  Todo esto ocurrirá sin que, desgraciadamente, se estreche el  espacio para el diarismo amarillo, de escándalo y de explotación de las tendencias morbosas de la multitud. Ese diarismo -ese periodismo que debiera avergonzarnos- siempre tendrá acogida en la malsana curiosidad del ser humano, en el resentimiento escondido de innumerables personas que encuentran satisfacción en la ruindad de cierta prensa.

            Al planear la experiencia de oiga 78 pensé: el hombre moderno se interesa por estar bien informado, por saber lo que pasa cada día a su alrededor, pero no tiene tiempo para concentrarse todos los días a leer comentarios o grandes reportajes.  Y si esa información, seguí pensando, la recibe el hombre moderno a diario y en directo por medio de la televisión, más que un matutino o vespertino, con opiniones a vuela máquina que tendrá que leer a la carrera, le interesará leer un semanario o bisemanario que le ofrezca -sin presiones de tiempo- juicios escritos con maduración y reposo, comentarios a las crónicas del momento y grandes reportajes presentados con el cuidado de revista. Y, punto principalísimo, a precio similar o más bajo que el del diario. O sea, el Jornada de mis primeros años periodísticos, con buen complemento gráfico, con estilo de revista.

            Siguiendo el curso de este pensamiento, el diario, con muchas páginas y excelentes servicios, tendrá utilidad en el hogar;  mientras que el semanario, con textos escogidos y sin exceso de papel, será lectura del escritorio, de la mesa de noche y de los fines de semana.

Algo sigue a pie firme

            El que mi experiencia de oiga 78 quedara a menos de mitad de camino de mis ambiciones, no indica que el periodismo del futuro no transite por los rumbos que acabo de describir confusamente.

            Pero volvamos a la revista, que para tratar sobre ella he sido invitado a esta reunión universitaria.

            Después de los vientos huracanados que se han producido en los medios de comunicación, sobre todo en los últimos años, hay un género periodístico que, contra viento y marea, queda en pie, intacto: la revista.  Se podría decir que la revista no ha sufrido mayor variación desde que la fotografía comenzó a hacerse familiar en los talleres gráficos.  Cuando la fotografía, el mayor elemento diferenciador entre el periódico y la revista, tanto por la manera de usarla como por la calidad que se logra con una impresión más cuidada y costosa, logra incorporarse al quehacer periodístico, comienza a nacer la revista, lo que en otras partes, con mayor propiedad, se llama “magacín”.  Y si hojeamos las revistas de los primeros años del siglo, algunas de aquellas primeras publicaciones gráficas que se ajustan a la definición que hemos convenido de lo que hoy entiende el gran público por revista –definición que excluye arbitrariamente publicaciones literarias e históricas que con mayor razón llevan ese título- nos encontraremos con que muy poco han variado, en lo sustancial, las revistas de entonces con respecto a las de ahora.

            Aquí, en nuestro país, en Lima, tenemos como ejemplo a Mundial y Variedades.  Dos muestras de lo que en artes gráficas y en periodismo revisteril hacían los peruanos en las primeras décadas del siglo.  Dos muestras que hubieran obtenido nota excelente en cualquier competencia.  ¡Es increíble la calidad gráfica del color, por ejemplo, en revistas que aparecían puntualmente cada semana; es sorprendente  la actualidad de las crónicas y de las fotografías;  y deben producir no poca envidia el ingenio de sus caricaturistas, el vigor y la pulcritud de sus comentarios y la calidad intelectual y literaria de sus colaboradores! De esos años son también Colónida, Amauta y otras publicaciones que podríamos catalogar como revista de análisis.

            No es modesta, pues, la tradición revisteril del Perú.  Hasta los años treinta tuvimos exponentes del brillo, la actualidad y la persistencia –que es también cualidad necesaria para pasar a la historia- de Amauta, Mundial y Variedades.  Todas ellas liquidadas, muertas, al compás de las trompetas y marchas militares de los cuartelazos, contrarrevoluciones y revueltas que siguieron a la caída de Leguía.

            Luego, por culpa quién sabe de esa turbulencia e inestabilidad políticas, así como de la rigidez de las dictaduras de Benavides y Prado, no aparece otra revista que llame la atención y que dure.  La excepción es Turismo, que nunca dejó de padecer un limeñismo agudo y fatal.  Me parece que murió de esta triste enfermedad.  Pero fue una revista que duró, lo que no deja de ser meritorio en un medio inconstante, amodorrado y sin nervio.  Esa tradición la siguió Mundo, revista de Miguel Benavides y sus hermanos,  aunque más moderna, con aires parisinos.

De los 40 a hoy

            A finales de los años cuarenta estalla de pronto una explosión revisterial con Alfonso Tealdo como animador principal.  Las revistas se suceden unas a otras a una velocidad vertiginosa.  Y son las promociones universitarias de esos años las que dan vida al remolino intelectual integrado por Pepe Diez Canseco, Juan Ríos, Luis Alberto Sánchez, Manuel Seoane, Mario Herrera, Alberto Tauro de Pino, Augusto Tamayo Vargas,  etc., etc., etc.

            Es entonces que aparecen los nombres de Sebastián Salazar Bondy, Pedro Álvarez del Villar, Alfonso Grados, Raúl Villarán, Arturo Salazar Larraín, Juan Zegarra Russo, Jorge Moral; a los que más tarde se añade la invasión arequipeña de los Chirinos, Rey de Castros, Ricketts y Belaúndes. Muchos de los jóvenes que en la universidad soñaban con revolucionar las letras, con escribir el poema o la novela del siglo, van cayendo hipnotizados en las redes del periodismo.

            Las revistas principales, mejor dicho las que recuerdo en estos momentos, son Pan, Ya y Gala. Esta última –la primera de la serie –fue otra especie de Turismo, al que se le borraron defectos y se le dio calidad literaria.  Fue una revista de lujo.  Pan y Ya,  igual que otras de esas épocas que no retengo en la memoria, estuvieron envueltas en el torbellino de la actualidad y tuvieron vida efímera. Algunas fueron flor de un día.  Otras arbolitos de estación, como el Extra de años posteriores.

            En ese mismo tiempo retornó a Lima, desde México, Genaro Carnero Checa, quien fundó una revista que llevaba por título el número del año en curso.  Desde ella, el “Cuate” –así lo llamábamos sus amigos y también sus enemigos- sentó cátedra de periodismo analítico y comprometido de alta clase.  Genaro Carnero fue un periodista emotivo, de sutilísima inteligencia, entregado hasta los huesos a sus ideales comunistas.  Fue habilísimo político sin suerte en la ruleta de las posiciones partidarias y parlamentarias, lo que prueba que lo que le faltó de instinto le sobró de juicio crítico.  Fui amigo entrañable de él, sobre todo en los últimos años, sin que hubieran  faltado fuertes rozamientos en algunos momentos de nuestras largas y muchas veces encontradas relaciones.

            Hoy, a distancia de su muerte, lejos de los afanes y compromisos políticos que se entrecruzan ante la tumba de los muertos ilustres, quiero rendir homenaje al amigo y camarada de aventuras, al insigne maestro de periodismo que fue Genaro Carnero Checa.

            Fue él quien llenó esos años revisteriles peruanos, ya que ninguna de las publicaciones de esa época llegó a echar raíces.  Todas fueron experiencias pasajeras.  Algunas brillantes, otras opacas, pero ninguna duradera como la de los números del año de Genaro Carnero.

            Hasta 1950, en que se funda Caretas y se da comienzo a una etapa en la que el Perú retoma la vieja posta de Mundial y Variedades.  Y tiene que ser con muy grande satisfacción personal que constate yo el hecho; ya que, por caprichoso designio del destino o por lo que fuera, me tocó a mí ser el fundador de dos revistas que han logrado revivir esa dupla que dio fama al periodismo peruano.

            Fundé oiga, como dije, en 1948, y la refundé con el desinteresado apoyo de un grupo de amigos en 1962. A Caretas la fundé en 1950, en sociedad con Doris Gibson y su desbordante entusiasmo y aguerrida personalidad.  Y al bautizarla como Caretas se reunieron varias motivaciones en esta palabra.  Quise que fuera una expresión de fe en la unidad y destino latinoamericanos, por eso se inspiraba en el nombre de uno de los más sonados esfuerzos editoriales de nuestra América –Caras y Caretas de Buenos Aires-, y también que exteriorizara una protesta concreta: al tomar únicamente una parte de aquel título quedaba dicho que en el Perú de esos días –gobernados con rienda corta por el dictador Odría- no se podían tocar en la prensa las caras de los acontecimientos sino sólo las caretas. Pero no fue una intención guardada in pectore. Quedó  escrita en el primer editorial.

            Para la refundación de oiga, a fines del año 62, conté con la colaboración decidida de cuatro hombres que pusieron, en la que parecía ilusa empresa, sus mejores afanes e inquietudes.  Sus nombres, Jorge Aubry, Eduardo Orrego, Paco Campodónico y Juan Sardá, quedaron indisolublemente ligados a oiga.   Y a ellos se agregaron pronto los de los hermanos Jesús y Alfonso Reyes.

            La intención final, la meta, era hacer una revista de análisis. Y se logró.  Si en los últimos tiempos oiga ha incursionado en el terreno del magacín, no ha sido por decisión antojadiza mía.  Me vi forzado, por presiones externas más que internas, a ingresar a una competencia que nunca quise se produjera.  Y en el camino del “magacín” andamos.  (Hasta este número de Adiós).

            El resto de la historia de las revistas en el Perú es reciente para mí y está escrita en estas dos publicaciones y en algunas otras que han tenido vida tan corta como aquellas de la vorágine revisteril de los años cuarenta y cincuenta, con la excepción primera, y ya lejana, de Mundo, después de Gente, Equis y la hace poco fenecida Marka.

            Mucho tiempo más podríamos seguir hablando del tema;  es el tema de mi vida.  Pero creo que me he extralimitado en esta charla de elogio al periodismo como oficio y a las revistas como género periodístico.  Ya es hora de que sean ustedes los que hagan de periodistas y me planteen los interrogantes críticos y hasta cáusticos que con mucha facilidad y una cierta irresponsabilidad hace el periodismo a los gobernantes y gobernados, a las personalidades y a los hombres de la calle.  Aquí estoy dispuesto a ser sacrificado con las preguntas de un auditorio que ha sido excesivamente gentil al haberme permitido hablar tanto rato de asuntos que siento muy particulares, muy personales.